El pasado fin de semana en la ciudad de Concepción del Uruguay se desarrolló la instancia provincial de los Juegos Culturales Evita.
De Cerrito Alberto Aubry de la categoría Adultos Mayores, obtuvo el primer premio con la disciplina cuento narrado.
Este logro le permitirá asistir a la instancia nacional en la ciudad de Mar del Plata del 5 al 12 de octubre.
A continuación se publica el cuento ganador:
Una criolla de ley
Doña María Rodríguez, según ella misma repetía era la “Tía Vieja”, para mí como mi abuela, porque era una hermana veinte años mayor que mi papá. Él era su “regalón” y para ella “el mejor hombre del mundo”, claro… de su mundo conocido. Según mis recuerdos era una mujer morocha, de estatura mediana, muy delgada y su rostro surcado revelaba el tiempo vivido. No usaba polvos ni coloretes y su único arreglo personal era trenzar sus largos cabellos para formar un rodete, que usaba todos los días del año.
Con mi hermano la visitábamos diariamente y en oportunidades más de una vez, porque su casa quedaba a escasa distancia de la nuestra, mejor dicho era la única vivienda cercana en ese paisaje rural del distrito Raíces, en el departamento Villaguay.
La tía no sabía leer ni escribir, pero no por falta de capacidad sino porque en su infancia, “quedaba muy lejos la escuela para una gurisa”, y de grande porque no lo creyó necesario; siempre tuvo cerca un familiar “léido” que le decodificara una esquela, carta o revista, o que le escribiera una misiva, ella siempre pagaba esos servicios con alguna masa, queso casero o algún dulce. No le gustaban los diarios, yo creo que era porque tenían muchas letras y pocas fotos, pero ella lo justificaba con este comentario: “Los diarios son como Radio Colonia, dicen verdades y mentiras, en el cuarenta y seis anunciaban que la Unión Demo-crática ganaba lejos y resultó que en las elecciones el Coronel los peló y con luz!”.
Era una mujer muy creyente, pero a su manera, entre otras creía que las palomitas blancas (de la Virgen) eran sagradas y el casero (hornero) un poco menos, pero era de muy mal augurio atacarlo o destruir su nido, que el azúcar y la yerba se pedía prestada y se devolvía en una taza, si recibía algún obsequio en una fuente u otro recipiente jamás lo devolvía vacío, y nada era porque sí, todo tenía una justificación. Consideraba que el día más especial del año era el Viernes Santo, en esa jornada no debían realizarse ninguna de las tareas habituales, lo único permitido era ir de pesca y salir a caminar por el campo y tratar de encontrar una culebra con el convencimiento de que el que matara una víbora ese día, Tata Dios le perdonaría todos sus pecados.
Doña María era de las pocas personas que pensaba que ser pobre era una bendición de Dios, porque “la plata m´hijo trae muchas tentaciones y si te descuidas te pone del lau del diablo”. Era por eso que su hija mayor “la Rafaila” se había “perdido” en Buenos Aires y hacía como veinte años que no sabía de ella, porque “las luces de la ciudá la mariaron y la pobre ya no es más la de antes”.
La tía por ser madre de doce hijos y porque “nunca despreció un ahijado” tenía muchos compadres, creo que su preferida era doña Tana, compañera de tambo en “La Estancia” y de lavado de ropa en el arroyo Ramblón. Estaba convencida que su comadre Tana podía curar todas “las pestes de Dios”, que los médicos servían de poco, porque de los enfermos que llevaban a los “dotores de Villaguay, la mayoría quedaba en el Campo Santo.” Y su prueba más irrefutable era que a nuestra madre la había “parteriau el dotor Biade” y a los dos se nos había “echado a perder” el ombligo y a los niños que “colgaba de las patas” su comadre Tana nunca les pasaba algo así. “El asunto es así gurises: la comadre se encomienda a Dios y los dotores a los libros. Si ustedes estudian nunca se olviden de Dios y de la Virgencita.”
La casa de la tía era como una “embajada para niños”, no solamente para nosotros sus “casi nietos” sino para todos los gurises que quisieran visitarla y disfrutaba vernos jugar, porque ella “nunca tuvo tiempo pa esas cosas”. Era muy buena anfitriona y su mejor forma de demostrarlo era ofrecer una masa, casi siempre tortas fritas, a veces torta asada, buñuelos cuando tenía azúcar y muy rara vez, pan casero. Creo que amasaba todos los días del año menos uno, el Viernes Santo, su única jornada de descanso. En su casa sencilla que compartía con su “compañero” Juan y sus hijos, había un galpón con paredes que protegían sólo del viento del sur y del pampero, y como el resto de la vivienda estaba techado con paja brava de la costa del arroyo. Ese galpón casi vacío era para nosotros un lugar mágico: podía ser pista de baile, cocina, cancha de bochas, corral, escuela, estancia, costa de arroyo o transformarse en cualquier otro espacio que imagináramos en nuestros juegos. Siempre como si fuera un ritual mientras preparaba el amasijo para las tortas fritas cantaba la misma estrofa de un cielito, un día le preguntamos por qué lo hacía, entonces ella dejó amasar y nos relató una historia que le había contado su abuela, para mí real y de niño hubiera enfrentado a cualquiera que pusiera en duda su veracidad, porque lo que decía la tía María, ¡era palabra santa!
Muchos años pasaron, más de cuarenta, para darme cuenta de
lo importante que fue en mi vida esa mujer de gran corazón, recordando su relato y como intentando saldar una antigua deuda, un día se me ocurrió recrear esa historia para poderla narrar a mis nietos, y decidí titularla así: COMO CAÍDAS DEL CIELO.
Esto sucedió hace muchísimo tiempo, una tarde lluviosa de otoño, cuando los vírgenes montes entrerrianos eran surcados por arroyos de aguas muy limpias, que serpenteaban entre lomadas cubiertas por vegetación autóctona, en los tiempos en que reinaban todos los verdes y las palmas caranday dominaban el paisaje.
En la cocina grande de un rancho pequeño está reunida una familia, la mamá y las niñas mayores cortan la grasa de vaca en cubitos para derretirla y los otros hijos rodean al padre que cuenta historias y les enseña a trenzar unos tientos del cuero de un caballo “El Colorau”, que este buen hombre había dejado morir “de viejo”, (a pesar de que un comprador le había ofrecido “buena plata”, que al campesino no le sobraba).
Todos están a la espera de los chicharrones cuando escuchan, entre los ladridos de los perros, que alguien golpea las manos, los gurises más chicos chocan sus cabezas entre sí para espiar por la pequeña ventana, mientras el papá se asoma apenas en la puerta baja para evitar mojarse. Todos se sorprenden al saber que la visitante es una señora desconocida con un niño en sus brazos… asombrados se preguntan ¡ qué raro, a pie!, ¿quiénes serán?, ¿de dónde vendrán?
-¡Pase doña, pase!, nuestro rancho es pobre, pero bien techado.
-Sólo un rato para descansar, por favor…
Primero los padres y luego los hijos de mayor a menor saludan con un apretón de mano a la desconocida y besan al niño.
La dueña de casa hace pasar a la señora con su niño a su dormitorio para que se cambien las ropas empapadas por otras que les presta, y luego las pone a secar en un brasero.
-Mis disculpas por ocasionarles tantas molestias…
-Sírvase un mate y una taza de leche para su hijo, al pan se lo tendrá que echar adentro, porque está muy oreado! En estos días no he podido amasar, ¡con tanta lluvia, es imposible! el horno está todo mojado y además el pollo guacho de las gurisas me “picotió” toda la levadura- se disculpa la dueña de casa.
-Creo tener la solución para eso, pero yo estoy de paso y no debo demorarme…
-¡No señora! ¡No debe irse ahora! ¡Los arroyos están crecidos!- replica el hombre.
-¡Es mejor que se queden hasta mañana!- dice la dueña de casa, casi rogando.
-¡Mañana la acompañaremos a cruzar por el bañado! por ahí no hay pozos ni correntada fuerte- afirma uno de los hijos mayores.
-¡Son ustedes muy amables y me han brindado todo lo que necesitaba sin que se los pida! Como agradecimiento por tanta hospitalidad, si me permiten les prepararé unas masas solamente con harina, agua salada y grasa.
Mientras se calienta el agua para la próxima cebadura y los niños disputan por cuidar y jugar con el niño, con gran habilidad la visitante amasa una fuente “con copo” de harina, ante las curiosas miradas. Luego de hacer los bollos, les da forma circular y en la grasa bien caliente de una “negra de tres patas” las fue cocinando. A los pocos minutos había una fuente grande de doradas tortas fritas y un aroma especial que se percibía aún desde afuera del rancho.
Como ninguno de los presentes desea ser primero en servirse, la visitante le alcanza una torta a su hijo y este reparte con sus manos pequeñas porciones a cada integrante de la familia, de esa forma todos prueban y luego disfrutan del manjar, hasta que la fuente queda casi vacía.
El mal tiempo apura la llegada de la noche…y después de la cena la cocina se transforma, trasladando un viejo catre, en una cómoda “habitación de huéspedes”, para los visitantes.
El dueño de casa, hombre muy madrugador, al día siguiente tarda en salir de la cama, con el fin de no molestar se queda esperando que “las visitas se levanten” y después poder tomar unos amargos. Pero el más travieso de los gurises salta de la cama y corre a la cocina para jugar con el niño… -¡Se fueron!, ¡En la cocina no hay nadie!- grita sobresaltando a todos.
A los pocos minutos, el rancho se convierte en una caja de sorpresas, de preguntas y suposiciones: ¡Qué raro que nadie escuchó nada! ¿Cuándo se fueron? ¿Qué rumbo tomaron? ¿Por qué se fueron sin despedirse?
El dueño de casa no pudo encontrar afuera ningún rastro, -¡Ni una pisada!- que diera respuesta a tantos interrogantes, porque la explicación se encontraba en esa cocina grande de aquel rancho pequeño: arriba de la mesa, cubierta con un repasador, está la fuente con tortas fritas calentitas y una esquelita escrita con luminosas letras de amor: “¡Gracias por ayudarnos! Les dejamos este regalo por las atenciones recibidas. ¡Nunca los olvidaremos! María y Jesús”.
Y era por eso entonces que esa criolla de ley cantaba esta estrofita en tiempo de cielito:
“Con harina, sal y grasa
una masa voy a hacer.
Las tortitas de la Virgen,
¡vengan todos a comer!”
Y como contaba la abuela de mi “Tía Vieja”: así fue como en ese hogar de escasos recursos económicos y muy rico en valores, se prepararon las primeras tortas fritas de la historia, amasadas con amor por las santas manos de la Virgen María, la madre de todos nosotros, ella nos enseña a compartir lo poco o lo mucho que tenemos con nuestro prójimo, para construir unidos un mundo más justo.